viernes, 19 de diciembre de 2014

Platos olvidados



La primera vez que Agustín, tornero en una fábrica en las afueras de La Habana, probó una champola de guanábana le preguntó a su esposa cuál era la fórmula secreta para preparar una bebida tan exquisita.

Le gusta preparar cenas abundantes, pero a sus 38 años su cultura gastronómica es muy limitada. Su familia es un retrato de la Cuba de hoy. Desayunan café sin leche y pan con mayonesa. Y los dos hijos almuerzan lo que ha sobrado de la noche anterior o pan con tortilla.

Agustín y su esposa almuerzan en el trabajo. Casi siempre arroz sin limpiar y potaje de frijoles negros o chícharos sin sazón. La comida, como en la isla le dicen a la cena, es un problema. Y eso que Agustín se puede es de los pocos que pueden comer pollo o carne de cerdo cinco veces a la semana.

La dieta básica para la mayoría de los cubanos es mucho arroz, de vez en cuando potaje de frijoles colorados o negros y los fines de semana, un bistec fino de cerdo o un muslo no muy grande de pollo.

Lo más consumido es el huevo, en cualquiera de sus variantes: frito, hervido, en tortilla o revoltillo. Alguna que otra vez, picadillo de pavo Made in USA que venden a 1.10 pesos convertibles -el equivalente a una jornada laboral- en los mercados por moneda dura.

Ensalada, de col, lechuga o tomate y, según la estación, una tajada de aguacate. Por las noches, mientras ves la tele, eres afortunado si puedes tomarte un vaso de jugo de guayaba, piña o fruta bomba.

La carne de res, mariscos y pescados llevan bastante tiempo desaparecidos de las mesas de las familias cubanas. Los altos precios, escasas ofertas y raquíticas producciones agrícolas, son la causa de que la dieta nacional se reduzca a unos pocos alimentos.

Frutas como el anón, chirimoya, guanábana, mamey, canistel, níspero, ciruela, mamoncillo, tamarindo, mandarina o naranja se han convertido en un verdadero lujo.

Solo personas mayores como Gerardo, quien a sus 72 años cuida un baño público en un bar a tiro de piedra de la bahía habanera, puede hablar de aquella etapa donde incluso los más pobres almorzaban picadillo de res con arroz blanco y plátanos maduros fritos. Y de postre, coco rallado con queso blanco o amarillo.

“Tu ibas al Mercado de Cuatro Caminos y en tarimas con hielo podías escoger el pescado fresco que quisieras. Había una cantidad impresionante de frutas, cubanas y de California: manzanas, peras, uvas y melocotones. Vegetales y viandas ni se diga, la malanga estaba botá. Y dulces típicos, para qué contarte”, dice Gerardo con nostalgia.

Teresa, ama de casa de 81 años, vivía cerca del Mercado Único o de Cuatro Caminos, el más grande y surtido de la capital, hoy abandonado y cerrado. No tenía refrigerador y todos los días iba temprano a comprar lo que iba a cocinar ese día. "El menú semanal casi siempre era parguito frito; camarones, enchilados o con arroz; bistec de res y de hígado; costillas o masas de puerco; sopa de res, de falda, con la cual luego hacía vaca frita o ropa vieja; bacalao de Noruega al estilo vizcaíno, y bolas de plátano pintón rellenas con picadillo, al que le echaba aceitunas, pasas y alcaparras. El maíz mi familia lo prefería en guiso y en tamal en hoja, con carne de puerco, y en tamal en cazuela con muelas de cangrejo. Lo que sí no les gustaban eran los chayotes rellenos con jamón y queso ni el guiso de quimbombó con camarones secos, yo los cocinaba para mí".

Aunque entonces cocinar no era un dolor de cabeza, como lo fue a partir de la implantación de la libreta de racionamiento en marzo de 1962, Teresa acostumbró a los suyos a hacer un buen almuerzo los domingos y por la tarde se comía un 'tentempie'. "En la Esquina de Tejas o en una cafetería que había en Monte y Fernandina, comprábamos sandwich, media noche o galleta preparada y tomábamos malta, sola o con leche condensada. O un pan con bistec en cualquiera de los puestos de fritas que había por el barrio".

Herminia, 75 años, era maestra de una escuela de doble sesión y no tenía tiempo para hacer mandados ni demorarse cocinando. "La solución era comer de cantina o en una fonda de chinos. Era barato y cada día tenían varios menús. Mis platos preferidos eran la carne asada mechada con jamón, la carne con papas y el arroz con pollo al que se le echaba cerveza y se adornaba con pimientos morrones. Mi debilidad eran los batidos de anón o mamey y las champolas de guanábana o chirimoya. También me gustaban los dulces que traían de otras provincias, como las cremitas de leche de Cascorro y las raspaduras de Sancti Spiritus".

Fidel Castro arrasó con la quinta y con los mangos. Una isla sin pescado, cañaverales sin azúcar, cafetales sin café, platanales sin plátanos. Vacas flacas que no dan leche ni carne. Introdujo la pizza -o un remedo de ella- los espaguetis y bazofias cárnicas ligadas con soya y café mezclado con chícharos.

Intentó difundir la arepa venezolana, los tacos mexicanos y restaurantes vegetarianos. En uno de sus delirios, intentó imitar a McDonald’s con una hamburguesa de cerdo. Pero como todo lo suyo, un buen día desapareció y ya nadie se acuerda de ella.

Antes de 1959, hasta el cubano con menos recursos, se acostumbró a comer bien y variado. De aquellos platos solo quedan los recuerdos de personas nacidas 70 años atrás. Como recientemente escribió el colega José Hugo Fernández en Cubanet, si deseas probar la cocina tradicional cubana, tienes que coger un avión e ir a Miami.

Iván García


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